BRECHA
La patria que duele Ana Laura Barrios
25 julio, 2025
En las vísperas del bicentenario de la independencia y tras diez años sin dirigir, Mariana Percovich estrenó el 4 de julio la pieza Fiesta patria. Y, como es ya habitual en su trabajo escénico, lo hizo en un espacio no convencional como es la Sala de los Constituyentes del Museo Cabildo. El proyecto se gestó para este sitio específico, tras un año de investigación sobre documentos y registros en torno a la identidad nacional y buscando en colectivo las heridas que surcan esa pertenencia.
—En la difusión de Fiesta patria se menciona que hace diez años que no dirigís una obra. ¿Cuál fue la última experiencia teatral previa a este estreno?
—La última obra que dirigí fue Mucho de Ofelia. En aquella época formó parte de un proyecto de monólogos junto con Algo de Ricardo [versión de Ricardo III de Gabriel Calderón] y La ira de Narciso de Sergio Blanco. Las obras se presentaron en el SODRE y Mucho de Ofeliafue protagonizada por Gabriela Pérez. Después de eso, me nombraron directora de Cultura y decidí dejar de hacer teatro porque no era compatible con el cargo. Más adelante, me enfermé de cáncer y tuve que retirarme por un tiempo.
—Sin embargo, volviste a trabajar en escena durante esos años.
—Sí, en 2020, cuando aún estaba enferma, dirigí la ópera María de Buenos Aires. Fueron solo tres funciones en plena pandemia, no lo considero un proyecto como directora activa. Luego, en 2023, tras la colocación de un neuroestimulador medular que cambió radicalmente mi calidad de vida, pude hacer Los derechos de la salud, una performance con la Facultad de Artes y el Hospital de Clínicas. Estas fueron dos incursiones que tuve en esa década y fueron intentos de hacer algo escénico como forma de no perder la cabeza de directora: me costó mucho llevarlo adelante y tenía a un equipo que siempre me apoyaba. El dolor crónico me había inhabilitado por completo, pero este dispositivo reemplazó la medicación y me permitió volver a pensar en escena.
—¿Cómo nace, entonces, Fiesta patria?
—El germen nace en paralelo al libro Amar a tu monstruo. Este proyecto me hizo volver a estudiar mucho temas de historia de Uruguay: releí a Barrán, a Achugar, a Caetano y a Florencio Sánchez. Volví sobre los temas de historia cultural que me fascinan. Mientras íbamos terminando el libro y estaba en la etapa de corrección, sentí que ese trabajo intelectual tenía que tener una contraparte escénica, otra pata que fuera un espectáculo. Lo que quería era hablar de esa patria construida y que representara, también, mi momento vital. Los años en la gestión de las políticas públicas me hicieron ver a mi país de otra manera: salir del mundo del teatro y aproximarme a la sociedad con una perspectiva más amplia me reafirmó que hay demasiada gente que no accede al teatro, un universo tan potente en lo simbólico y tan pequeño en relación con la población que lo vive o se acerca a él. Amo Uruguay, nunca me planteé irme de mi país y me pregunté: ¿cómo puedo celebrarlo sin dejar de reconocer sus problemas? Así nació Fiesta patria.
—En el proceso de volver, también diste seminarios de actuación y viajaste. ¿Cómo influyó eso en la gestación del proyecto?
—En el proceso de investigación de Amar a tu monstruo manejé mucho material sobre la actuación, viajé a dar seminarios y pensé en conformar un elenco con el que pudiera investigar la actuación creadora. Empezamos a ensayar en julio de 2024 y el libro se presentó en marzo de 2025, cuando ya estaba gestándose Fiesta patria. Participé en la Feria Internacional del Libro Universitario de la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México] como parte de la delegación de la Universidad de la República [Udelar], presenté avances de mi investigación y luego me quedé a dar un seminario de actuación en el marco del Festival Internacional de Teatro Universitario. También estuve en la Universidad de Santa Catarina, en Brasil. Estos viajes previos –que fueron paralelos a los ensayos– me permitieron reencontrarme con el trabajo actoral, volver a vincularme con la escena y sentir que todavía estaba funcional para volver a dirigir.
—El elenco de Fiesta patria es muy diverso. ¿Cómo fue el proceso de selección de los actores?
—Busqué actrices y actores que tuvieran un discurso propio, con quienes tuviera afinidad humana y artística. Germán Weinberg y Ximena Echevarría vienen del proyecto Implosivo. Ximena había trabajado conmigo como asistente de la ópera cuando necesité apoyo. Con Susana Souto había compartido experiencias en distintos momentos y me interesa mucho su trabajo en el Teatro para el Fin del Mundo. Había visto también su unipersonal Armen y he seguido su trabajo como gestora en los barrios: me interesa especialmente su mirada crítica. Con Carolina Eizmendi trabajé en proyectos anteriores y es una actriz que admiro profundamente, me fascina desde su presencia hasta su imaginación actoral y cómo maneja los registros. Jonathan Parada es egresado del Instituto de Actuación de Montevideo y se sumó luego de asistir a un laboratorio de actuación. En 2023, en la Udelar se abrió un curso de educación permanente del Grupo de Estudios Afrolatinoamericanos, al que asistí. Ellos son un equipo de académicos afrouruguayos de distintas facultades y trabajan sobre el racismo. A su vez, fui compañera de Lourdes Martínez en la maestría de Flacso [Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales] de género y políticas públicas y ella trabajaba sobre los temas afro. Tuvimos muchos intercambios que me generaron interés. Quería incluir a artistas afrodescendientes en este proyecto y Lourdes me recomendó el trabajo del colectivo Hermosa Intervención, que está conformado por artistas performáticas afro de distintas disciplinas. Allí conocí a Valeria Vega y Nandhi Abad. Luego busqué una masculinidad afro y Souto me recomendó a Juan Carlos Pereira, que ya había trabajado con Marcel Sawchik. Mi pata académica siempre está vinculada al teatro, esos dos aspectos siempre se han retroalimentado, hacen a la directora que soy y me dan una base metodológica potente para pensar y armar un espectáculo.
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—La investigación documental es un eje fundamental del proceso de esta obra. ¿Cómo trabajaron eso con el elenco?
—Creamos un archivo compartido con documentos sobre los charrúas y otros de Facultad de Humanidades sobre lo indígena y la conformación de la idea de país en la literatura uruguaya, textos sobre el «parnaso oriental»: las conferencias de Florencio Sánchez, por ejemplo, y estudios sobre racismo y tráfico esclavista, más textos de historia cultural, archivos del Cabildo [su acervo de imágenes y videos], materiales sobre el blackface y la invisibilidad de lo afro en Uruguay en general, entre otros. Allí se fue sumando el resto del equipo artístico: Alondra Pereira, la vestuarista, que también forma parte de Hermosa Intervención; Inés Iglesias, la iluminadora, y más tarde Miguel Nieto, el productor musical. El proceso fue crear escena desde esos insumos: se discutía, se improvisaba, y el libreto fue mutando hasta tener unas 17 o 18 versiones. La dramaturgia se terminaba de decidir en cada ensayo, estudiamos mucho cada temática, fue una búsqueda larga y honda. Trabajamos desde el pensamiento y desde la acción: cada escena surge de una problemática real, investigada en profundidad.
—¿Fue difícil decidir qué temas dejar afuera? Por ejemplo, se refieren algunas situaciones históricas protagonizadas por los charrúas…
—Sí, muchísimo quedó afuera. Hubo una cantidad de documentos, imágenes e investigaciones que no llegaron a escena. Una de las cosas que más nos impactaron durante la investigación tuvo que ver con la repatriación de restos indígenas, caso, por ejemplo, de Vaimaca Perú. Fue en el contexto de esos movimientos de repatriación de restos indígenas en la región que desnudaron aquella cuestión terrible: los museos europeos conservaban osamentas y objetos sagrados de los pueblos originarios. Y hubo una serie de activistas jóvenes que comenzaron a hacer movimientos con distintas universidades para volver a traer los restos. En la obra denunciamos que los charrúas fueron vendidos por el Estado uruguayo, que autorizó su venta a un ciudadano francés para ser exhibidos como parte de un zoológico humano. El caso uruguayo es muy triste, porque hay una cuestión, además, como de desvanecimiento en el aire de todo aquello. La crónica del parto de la hija de Guyunusa a nosotros nos golpeó, fue doloroso. Eso es el Uruguay también. Son pedazos de una historia a la que no vamos nunca, de la que se habla poco. Hay textos y trabajos anteriores sobre los últimos charrúas, pero nos interesó centrarnos en este tema específico. La película El país sin indios, de Nicolás Soto y Leonardo Rodríguez, fue una fuente que consultamos mucho, y el Archivo de la Memoria Charrúa, un sitio web donde las personas suben fotos de antepasados indígenas, fue fuente de nuestra investigación. Investigué también en la Biblioteca Nacional los avisos de venta de esclavos de Uruguay, incluso después de la ley de la abolición de la esclavitud. Leí la crónica del juicio de las esclavas del Rincón. Y, cuando accedes a documentos como estos, es realmente difícil quedar indiferente. Son heridas profundas de nuestra historia que no siempre están presentes en la narrativa oficial. Queríamos que el espectáculo fuera breve pero contundente.
—También hay una secuencia muy potente por parte de los artistas afro. ¿Cómo se construyó esa secuencia?
—Esa parte fue creada a partir del trabajo conjunto con los tres artistas afro del elenco, solos en la escena. Es un momento de ellos: consideramos que debían tomar la palabra, el cuerpo y la voz. Lo más importante fue su propuesta –desde la sonoridad del tambor hasta la emisión de la voz, desde la ancestralidad hasta la referencia del poema «Me gritaron negra», de la compositora y poeta peruana Victoria Santa Cruz, recitado por Nandhi. Fue un proceso de puesta en común, de escucharlos y dejarlos tomar la palabra y la escena.
—En escena se trabaja con símbolos patrios, caso de la bandera o el himno, y algunas de esas historias parecen muy íntimas, muy personales. ¿Cómo fue que se decidieron?
—Partimos de la pregunta de cuáles son las heridas de la patria que lleva cada uno. Lo de la bandera surgió a partir de una experiencia personal, biográfica, de Susana Souto, quien compartió en un ensayo un documento con un discurso de su abuelo, el profesor y anarquista Salvador Fernández Correa, que era director de un liceo de Florida, y contrario a la jura de la bandera. Fernández escribió un discurso que a la postre lo transformó en un perseguido político. Ella armó una performance sobre eso, sobre esa historia de su abuelo. Fiesta patria se convierte de esa forma en un palimpsesto, porque se trata de secuencias que se superponen y se cruzan con la memoria del público. Me serví bastante de Pina Bausch y de Brecht para su construcción. Cuando Susana tira los volantes con el discurso de su abuelo, la escena me lleva al Galileo Galilei dirigido por Héctor Manuel Vidal, algo que conecta a su vez con mi propia memoria escénica. Trabajamos con el género del melodrama y, por otro lado, con la distancia. Sabía también que el himno tenía que estar, y entonces me asesoré sobre la ley de los símbolos patrios. Y el himno decidí incluirlo en lenguaje de señas como un gesto, el de lo no dicho, lo que no queremos escuchar. No fue un acto de inclusión o de corrección, sino una declaración política y poética del espectáculo.
—Trabajar con la identidad tiene algo de deconstrucción, como se observa en parte de la escenografía inspirada en la bandera nacional.
—Sí. Alondra Pereira hizo un te-
lón-bandera deconstruido, algo que también está presente en el vestuario y en toda la obra. La sangre en la ropa está inspirada en la gráfica que creó Florencia Mirza.
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—¿Por qué elegiste el Cabildo como espacio escénico y cómo accedieron a esta sala, donde se firmó la Constitución?
—En mi búsqueda quería que se tratara de un espectáculo vinculado a lo ganadero, a lo rural y a la historia. Esos eran mis ejes. Trabajamos también sobre la vaca, porque es un símbolo potente uruguayo hacia adentro y afuera del país, y que también esconde una historia asociada a la sangre y el dolor. Eso genera cierta incomodidad. La elección del Cabildo se debe al poder de sus resonancias históricas; fue ahí, ni más ni menos, que se juró la Constitución. Además, por la curaduría del Museo del Cabildo: conozco bien el trabajo de Rosana Carrete, su directora, que viene trabajando temas como el racismo y la memoria indígena desde siempre. La Intendencia de Montevideo aceptó la realización en ese espacio, algo que no es tan fácil de conseguir desde el punto de vista técnico. El personal del museo acompañó el proceso, y el compromiso fue colectivo.
—El espectáculo también se presenta al mediodía. ¿Se acerca más público a esa hora?
—Queríamos llegar a un público distinto. Y funcionó. Es un público más abierto, menos teatrero, también. Es otra conformación, vino público afro y migrante, por ejemplo. Las funciones de los sábados se agotan rápido. También queríamos aprovechar la vitalidad diurna de la plaza Matriz, que forma parte del espectáculo: se escuchan las campanas, el murmullo de la ciudad. Eso aporta una capa más al montaje.
—La obra cuenta con algunos textos de Florencio Sánchez. ¿Qué textos usaron y por qué?
—Trabajamos con una edición preparada por Georgina Torello que recopila textos de Florencio. En el prólogo a El caudillaje criminal en Sudamérica y otros textos, Torello hace un análisis muy lúcido de Florencio, y su selección me concentró en el joven anarquista que fue Sánchez –un uruguayo que se fue a Europa, que relató la campaña como periodista, que tuvo cosas que decir sobre el folclore, y a su vez que fue tan crítico del caudillismo–. Y es que hay muchos Florencios Sánchez. También una generación de uruguayos cultos que tienen una mirada bastante despectiva sobre lo local y están siempre mirando a Europa como modelo hegemónico del mundo. Es un autor que me encanta Florencio, pero se lo sigue tratando como el «Ibsen criollo» en vez de presentarlo como lo que es, un gran autor rioplatense. Jonathan Parada encarna esa tensión –ese entrar y salir de Florencio que hay en la obra–, es decir, no se trata de una representación convencional del Florencio personaje, sino que pone en su boca los textos y se discuten luego con el resto del elenco. Una provocación que tomamos del propio Sánchez.
—También hay una mirada de género en la obra. ¿Cómo la pensaste?
—Siempre está, es parte de mi mirada en general. Desde mi primer espectáculo, las violencias de género han estado siempre presentes en escena. Hay algo que impacta y que emociona mucho a las mujeres que ven la puesta. En Fiesta patria, está esa escena –si se quiere más visual– en la que los hombres avanzan sobre los cuerpos de las mujeres. Eizmendi dice ahí un texto desde un registro de temblor y despliega su potencia como la líder femenina que es acosada por los varones con su vestido de la Patria. No hay violencia explícita, no quería representarla de esa forma, pero hay sí mucha incomodidad. Es una forma menos verbal, y seguramente más sutil, de instalar el tema del género.